Evelyn,
entre sus fotos de París y de la bretaña francesa, me decía: “Espero que esos
herreros hayan reconstruido bien todas las piezas”. Y en esas, voy y me acuerdo
de aquellos meses del otoño granaíno, donde echaba carbón a la fragua y
golpeaba el acero que sobre el yunque
esperaba ser templado.
La
sala de estar estaba llena de pobres. Las dos mujeres llenas de vida y de amor,
acompañaban la
camilla que un joven celador arrastraba entre sonrisas dirección
a quirófano. Los pobres, en la soledad de la sala de espera, miraban a las
mujeres, tal vez por curiosidad o tal vez, por bondad. Ellos ya sabían lo
largas que eran las horas en aquella estancia y esperaban su regreso.
Las
mujeres, caminaban sujetando las manos del enfermo en un doble lazo: - “no te
vayas, regresa sano”. El celador, se paró en la puerta de entrada al quirófano;
sólo una de ellas pudo pasar con él y el
enfermero.
Sentí
la necesidad de ir con ellos, de ver qué había más allá de aquella puerta, de
saber qué comentaban, por qué se reían. Miré al techo de la sala y vi las luces
blancas del pasillo, la frialdad que desprendían y me fui en su halo hacia
dentro. Allí estaban los dos. El celador
había desaparecido y ella le besaba una y otra vez sin soltar sus dedos. A los
pocos minutos apareció el joven con una enfermera. Ella le decía adiós mientras
le mandaba besos, los mismos que él recogía.
En
el interior de la habitación del quirófano, el frío era intenso. Seis
enfermeras hablaban con el paciente para romper las paredes de hielo del lugar
mientras le preparaban. Una le golpeaba el reverso de la mano para buscarle la
vena, mientras otras le ponían en cruz abrazando sus brazos a dos alas que
salían de la mesa de operaciones, y la otra le invitaba a respirar de una
mascarilla que él rechazaba. A su actitud, ella respondía con palabras
tranquilizadoras:- “No te preocupes, lo haré de otra forma. Tú vas a ir a un
sueño muy dulce, ya lo verás…”Así transcurría todo hasta que llegaron dos
cirujanos. Ya le conocían, no era la primera vez. Tocaban su cuerpo, también le
sonreían.
Antes
de empezar a descubrir sus órganos, a retener su alma dentro del cuerpo, salí
de la sala. Ocho personas había junto a él, ocho herreros que iban a recomponer
bien las piezas para que el cuerpo siguiera funcionando. En la salida esperaban
ellas, junto a los pobres, dándose calor humano los unos a los otros.
A
los pocos días les vi de nuevo. Él entre las dos mujeres, cogido de sus brazos,
apenas podía caminar. Iba vestido de calle,
dándole las gracias al personal del hospital por haberle atendido una vez más.
Al ver la escena, sin saber por qué, me
acordé de una noticia escondida en las páginas del interior de un diario de
tirada estatal. Hablaba, de un hospital del norte de Grecia donde sus
trabajadores habían tomado las instalaciones negándose al cierre decretado por
el gobierno. Éste esgrimía como excusa la falta de recursos en las arcas del
estado, debido a la obligación de pagar la deuda externa.
Cuando
los tres pasaron hacia el ascensor, junto a la zona de quirófanos, allí seguían
los pobres con cara de clase media, esperando tal vez sin saberlo, a que el
gobierno diera la orden de cierre del hospital.