En
un ensayo literario, Cesare Pavese se empeñaba en explicarle a los desheredados
lo importante de las palabras. Comprenderlas, descifrarlas, ligarlas a los
hechos y a la ficción. No se por qué leyéndolo me acordaba de Sancho Panza. Tal
vez porque siempre me identifiqué, más que con el señor, con el escudero.
¿Qué
ocurre cuando el narrador deja la pluma en el tintero? ¿ A qué se dedican los
personajes cuando la docta mano duerme?
No
es cierto que Sancho se fuera con el señor Quijano por la promesa de una ínsula.
Su precio eran las historias que el Hidalgo de la Mancha iba contando.
Y
las palabras caían de los labios del caballero andante, rodando por la armadura
camino de los oídos del escudero.
Cuando
el Manco dormía y Don Alonso soñaba con su Dulcinea, él se acercaba a las
posadas y pueblos a ver cómo se las gastaban los alguaciles y el Santo Oficio. Llenando
de camino su faldriquera con unos trozos
de pan y queso.
Cuando
Cide Hamenete Benengeli descansaba, Sancho conspiraba con su señor: "No
son gigantes, sino molinos de viento. Eche usted los pies a tierra, mi señor".
Cuando
Don Alonso Quijano el Bueno se dejó vencer, cuando perdió los sueños y dejó entrar
a la muerte por su puerta, cuando se suicidó el Hidalgo de la Mancha, Sancho no
cogió la espada, ni la lanza. Tomó la palabra y fue de plaza en plaza, de aldea
en aldea, buscando escuderos, pícaros malandrines, mendigos, sastres, zapateros
remendones, braceros, escribanos... Y les fue susurrando al oído: "¡Combatidlos,
que no son gigantes!"
Y
así cabalgó Sancho, el de los mil rostros, hasta el último de sus días. Dejando
sobre los bancos de las calles las palabras: "No les tengáis miedo ni a
ellos ni a sus picas ni a sus cárceles. Que no son gigantes, que ellos sin nosotros
no son nada salvo miseria humana vestida con buen paño".
Marcos González Sedano
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