Aún
tenía el sabor de la boca amargo a causa de la frustración del día
anterior en la librería. La tarde estaba cayendo, y la brisa
marinera recorría los callejones, cuando decidí subir a la
fortaleza.
A
la entrada de la Almedina, sobre una alfombra, ví un puñado de
pulseras como las que yo suelo llevar.
-Marinero,
escoge una. La tuya se volvió a romper.
Esto
me decía un hombre escondido tras unas barbas. Aquella voz,
conocida, tocó mis resortes en la memoria; ya la había oído en
otras ocasiones. La primera vez, él estaba sentado en el escalón de
una capilla en Sanlúcar de Barrameda, y la piel de caballo que
trenzaba aquél día me acompañó durante años. En la segunda
ocasión que nos vimos él estaba en mi ciudad; junto a una fuente en
el Paseo de los Tristes descansaba sobre una jarapa mientras seguía
su rutina de artesano. Cuero a la derecha, cuero a la izquierda,
cruce de cuero…
-Marinero,
¿qué haces tan lejos de puerto? Llévate una de mis hijas para tu
muñeca. La que tienes, la perderás pronto.
Esas
fueron sus palabras aquél día y ahora, en otro lugar, en otro
tiempo, en un monólogo, continuaba la historia.
-No
lo pienses más marinero, escoge una pulsera. Este nuevo viaje que
has iniciado será largo.
No
dije ni una sola palabra. Tenía la sensación de que mi futuro
estaba ligado también a él. Y en su despedida sentenció:
-No
vayas tierra adentro, mantente cerca de puerto.
Mientras
ascendía a la Alcazaba volví la vista atrás, pero aquél ser había
desaparecido como un fantasma. Eso hubiese creído si mi piel no se
confundiera con el trabajo que me había regalado.
Seguía
prolongando la caminata cuando a la altura de la Placeta Cepedo,
donde jugaba mi madre de niña, escuché una voz femenina que me
llamaba.
-¡Samuél,
Samuél!
Atendí
al requerimiento, y cuál fue mi sorpresa al ver a una mujer de
apenas veinte años, menuda, de pelo rebelde y cobrizo, que venía a
mi encuentro. No la hubiese reconocido sin aquellas gafas de carey,
que ocultaban unos ojos topacio, de azul tenue como la Cúpula de
Sefarad. Era mi librera.
-¡Tengo
lo que busca!
-Tranquilízate
alma de cántaro-le dije.
-Yo
se dónde puede encontrar los libros que busca, pero no están en
ninguna librería ni se encuentran a la venta- proseguía la muchacha
intranquila.
Mientras
hablábamos, nos seguían las murallas, y en la lejanía, el cielo se
confundía con el añil del Mediterráneo. A nuestros pies, entre las
pitas, las casas de terraos, que aun se conservan, daban paso al
barrio de Pescadería. Ella seguía a mi lado hablando y yo, absorto,
la contemplaba. Escuchaba la melodía de sus palabras como los
marineros el canto de las sirenas en la inmensidad de la Mar. El
vacío creado a nuestro alrededor solo era roto por las sombras de
los senegaleses, marroquíes…que a veces atravesaban nuestra áurea.
-Mi
abuelo Abrahán, tiene los libros que tanta ilusión le hacen. He
consultado con él y le gustaría tomar el té con usted, para
conversar del pasado y del futuro.
-El
pasado no existe y el futuro tampoco, pero si que me gustaría
conocer a la persona que custodia esos tesoros-le respondía a su
invitación.
Avanzaba
la noche cuando empezamos a desandar el camino. Ella se despidió de
mí, perdiéndose en la penumbra, como una sombra de otro tiempo.
Yo
seguí caminando entre capirotes hacia el puerto. Iba llegando la
Madrugá y de las tubas, clarinetes, tambores…salía, entre el
incienso, la rabia de Antonio Machado, que revelándose contra la
traición y la muerte; y navegando en el pentagrama de las primeras
luces, en un regalo al fiero Poseidón, el poeta decía:
¡Oh,
no eres tú mi cantar!
¡No
puedo cantar, ni quiero
a
ese Jesús del madero,
sino
al que anduvo en el mar!
Y
así, mientras cuarenta y ocho mujeres y hombres cargaban un cristo
sobre sus hombros, yo empezaba a soñar con unos ojos topacio, de
azul tenue. Que el destino escriba nuestra historia, pensé.
Marcos
G. Sedano.
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