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Dibujos de, José Almecija. |
Mientras dejaba atrás la casa, acompañado por Almécija, camino del coche donde
les esperaba la Cubana, Samuel intentaba repasar lo inmediato: los pasos que a
partir de ese momento tenía que dar, por el compromiso adquirido con Abrahán y
Lola, en nombre de la Casa de las Rosas de Tahal. Él no se sorprendió cuando
pasadas las horas en el té de la sena vio entrar a su anfitriona. Ella no era
sólo la mensajera, la que tendió el puente para su regreso. Lola, marcó el
camino que a partir de ahora tendría que seguir el marinero. Si Abrahán
significaba el alma de Tahal, su amiga sólo podía ser el cerebro de la
organización. A su fortaleza intelectual, de mujer de negocios a nivel
internacional, en un mundo de hombres, la acompañaban las cualidades de ser una
mujer paciente, serena, exuberante, voluptuosa, de una sexualidad llena de
caminos y sorpresas. Así se presentaba ella en el imaginario de Negreda. Amigos
desde su juventud, habían dejado el placer de compartir el tacto de unas
sábanas blancas de algodón egipcio, sabiendo ambos que existía una asignatura
pendiente.
En este momento era otro el negocio que les traía. A él, le eligieron para ser
el ejecutor de un proyecto colectivo, y aún no entendía los motivos. El tiempo
dirá, -pensaba el marinero- cuando Almécija rompió la abstracción en la que se
encontraba.
-Nagreda, hemos vendido tu barco a un
amigo, es un acto formal. Tenemos que borrar tus huellas, nadie debe saber ni
por dónde ni hacia dónde te mueves. Lo hemos desamarrado de este puerto y lo hemos
atracado en el de Adra. Desde allí nos resultaría más fácil tomar vías de
seguridad en el Mediterráneo si tuviésemos que poner tierra de por medio.
La organización se había adelantado a la
conformidad del marinero, ellos sabían que aceptaría la propuesta. Ante la
información de Almécija, Negreda sonrió y le respondió:
-De acuerdo, pero a partir de ahora las
fichas las muevo yo.
Negreda, miraba las calles que horas atrás
pisó; ya no eran las mismas. Las alarmas del marinero estaban activas y
procesaba las sombras de las callejuelas en su cerebro al mismo tiempo que las
miraba. Esa sensación de clandestino era una vieja conocida de él. Le
acompañaba desde chavea y, a sus cincuenta años, formaba parte de su instinto.
Todo empezaba de nuevo; la clandestinidad conllevaba pisos francos, documentación
falsa, estar en continuo movimiento, tener preparadas varias salidas, no
descuidar nunca la retaguardia…Pero en aquella ocasión existía una gran
diferencia con las otras. Se le pedía que él mismo se metiera en una
ratonera, que jugara al gato y al ratón en una ciudad pequeña y militarizada,
donde su gente apenas tenía estructura y su fortaleza ideológica estaba por
demostrar. Aún así, en esas condiciones, él había dicho que sí. Sabiendo
además, porque Lola y Abrahán se lo adelantaban, que aquella batalla no se daba
para ganarla.
La sublevación de la urbe no es el
objetivo, es la excusa,- Le dijeron.- Nosotros como ellos, necesitamos
aprender. El humo que viene de la Ribera Norte de África no nos puede dejar
ciegos cuando las llamas lleguen hasta aquí.
Cuando se subió en la parte trasera del
coche, la Cubana le saludó desde el asiento del conductor:
-Hola marinero, bien venido a bordo.
Negreda le devolvió el saludo
recordando las palabras de Lola: - “a partir de ahora, Almécija y la Cubana van
a ser tu sombra”.
En aquel contexto mundial, aquella ciudad.
Eran el continente y con su contenido, tenía que SUBLEVARSE. El juego ya estaba
en marcha, los acontecimientos irían diciendo.
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